Este es un pequeño fragmento de mi nueva novela

Publicado: febrero 4, 2013 en Columna del autor

Muerte en París

A principios de 1937 llegué a París con la desesperación de un animal acorralado, y el único propósito de matar a un hombre; Cesar Vallejo. Nunca tuve madera de asesino a sangre fría, pero a veces nos mueven motivos mayores, capaces de arrastrarnos a hacer cosas que de otro modo serían impensables. Había matado antes, en la guerra, en África, bajo las órdenes del general Franco, pero jamás vi el rostro de mis muertos, ni los conocí, ni llegué a escuchar sus nombres. Eso es diferente. Por ese entonces, lo recuerdo, yo era un hombre común, con deseos simples, como el de enamorarme, y tener una familia, una taberna pequeñita en algún sitio de la costa, cerca de Barcelona, y poco más. Pero estaba allí para matar a un poeta peruano que estaba siendo tan molesto como un grano en el culo del General, y ya las cosas no volverían a ser como yo las soñara alguna vez. Yo no era su hombre de confianza ni mucho menos para que me encargara un trabajo como este, pero no podían quedar rastros que relacionaran el crimen con la política, debía ser algo sutil, sin llamar mucho la atención, y yo era la persona perfecta para hacerlo; un desconocido, invisible a la luz pública, quizá me fuera fácil escapar… pero lo cierto es que el general me tenía bien cogido por los huevos, y no tenía otra salida que cumplir con su encargo. Hay motivos capaces de hacer que un hombre actúe contra su voluntad, el mío era salvar la vida de mi hermana Julia, ese había sido el trato, la hicieron prisionera al principio de la guerra, yo la creía muerta, pero la anduve buscando por todos los lugares, hasta que di con ella en una barraca del campo de Miranda de Ebro, acusada de andar involucrada con los Republicanos, y le prometí que la liberaría, entonces, el General me propuso el trato, una vida por otra, y parecía justo a primera vista, pero no hay nada tan duro como matar un hombre a sangre fría. Recuerdo haber entrado en el ejército huyendo de las faenas del campo, nada me incomodaba tanto como la labranza, y el sol abrazador despellejándome la espalda.

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